Ciro Granados, Periodista

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El Salvador

jueves, 5 de febrero de 2009

Historia para adultos de un burrito terco, un inocente caballito güiyo y una casquivana potranquita


Había una vez un burrito coqueto y respondón que siempre había soñado con hacerle competencia a los sementales purasangre del establo.
Este burrito tenía un amigo: tratábase de un caballito güiyo, medio campirano e inocentón que siempre le echaba la segunda.
Cierta vez, un lobo perverso se acercó al burrito y le comentó que las potrancas hablaban bien de las virtudes que como jumento tenía, y que varias yegüitas andaban casi casi por regalarle amores al animal. Y que iban a hacer una fiesta en la que todos estaban invitados, y que ahí le iba a presentar a una animalita coqueta.
El burrito entró en calor, se puso muy alegre y le contó al caballito güiyo que las potrancas deseaban sus atributos.
Se miraba en el espejo, se tronaba los cascos por la emoción y admiraba a cada minuto el poderío de su ser.
Y le dijo al caballito que necesitaba un alero, que se animara, que todo era posible y que las esbeltas yeguas ya estaban cansadas de los sementales porque eran más de lo mismo. Y que deseaban algo nuevo y exótico.
El caballito güiyo al principio no quería hacerle caso al burrito, que tenía de viril lo de tozudo y de chúcaro. Pero el asno rebelde terminó por convencerlo y ambos se prepararon para la gran fiesta.
Se imaginaban los regodeos de las potranquitas; pensaban en los relinchos que les sacarían y que se volverían la envidia de los sementales.
El lobo, que tenía de mañoso lo de viejo, se reunía siempre con una camándula de amigos que incluían al zorro taimado, la iguana jurásica, el conejo mentiroso y las urracas parlanchinas.
Con ellos jugaba cada tarde al póker y al ladrón librado.
Pasaron los días y el burrito y el caballito se preparaban para la gran noche; hicieron viajes a otros potreros para probar mejores pastos y se esmeraban por demostrarle galantería a todas las yeguas que se les atravesaban. Todo con la intención de disfrutar los amores de las vecinas.
Ya se acercaba el gran día en que el lobo le había prometido placeres inenarrables al burrito terco y al caballito güiyo cuando sucedió algo inesperado.
Uno de los sementales comenzó a enamorarse de la yegüita más joven, pero el otro, el caballote bermejo amenazaba con sembrarle la prole a la coqueta en un solo salto; y esa descomunal vergüenza el gran caballo blanco no la iba a permitir.
Entonces decidieron que el burrito no fuera a la fiesta para que no distrajera a las yeguas.
El lobo le mandó a decir al burrito que ya no estaba invitado.
El burrito entró el cólera y le dijo que no, que cómo iba a creer que se quedaría alborotado. El caballito güiyo estaba triste, no sabía qué pasaba. Se le veía cariacontecido.
El burrito comenzó a rebuznar más fuerte hasta que el lobo le enseñó los colmillos y como no se calmaba le dio una dentellada en pleno cuello. No señor, con este lobo feroz no se jugaba. Estaba flaco y viejo pero tenía los colmillos buenos y dispuestos al ataque.
El conejo mentiroso, la iguana jurásica y el zorro taimado trataron de convencer al burrito; las urracas también, pero estaba encabritado.
El caballito dio un par de saltos, unas cuantas patadas pero hasta ahí llegó la cosa. Además, el era un potro manso y campirano.
Como la situación empeoraba, el lobo sacó del potrero al burrito. Le metieron unas buenas mordidas y el jumento tuvo que tragarse la cólera.
La yegüita coqueta se quedó con uno de los sementales. Y en la noche de amores, mientras el purasangre se deleitaba sin escrúpulos y le demostraba una y otra vez a la casquivana los ardores con que se había labrado su estirpe la reputación de emperadores del placer, y esta relinchaba como posesa ante el poderío salvaje que en cada embate le aplicaba el soberbio ejemplar, mientras esto pasaba, allá en una triste quebrada y bajo la luna de marzo el burrito sollozaba, pegaba brinquitos y lanzaba débiles patadas al aire. El burrito lloraba.
El caballito güiyo se marchó a su pueblo. Nunca más volvió a saberse de él.
El lobo tardó en reponerse de la cruel disentería que le sobrevino tras la opípara cena de la fiesta; al conejo mentiroso se le cayeron los dientes; la iguana jurásica siguió en su trono de vigilia y las urracas parlanchinas se marcharon a una nueva aventura.
El caballote bermejo quedó perplejo. El muy Donjuán no soportó el desplante de la yegüita coqueta y se puso a relinchar fuerte hasta que se quedó afónico; poco a poco se fue volviendo más y más esquelético hasta que se convirtió en la triste estampa del perdedor indigno.
Y la ardorosa pareja siguió como tal, sembrando las noches con el grito intenso del amor de faunos.

Lo que nadie esperaba era que en una de esas noches aparecería el Gran Burro, un gigante superdotado que llegaba a impartir justicia. Su colosal cetro no buscaba quién se las debiera, sino quién se las pagara. Entonces comenzó el lloro y el crujir de dientes... (continuará)
 

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