Ciro Granados, Periodista

Mi foto
El Salvador

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Los viajes del halcón: Versalles

Diciembre es un mes especial. ¿Por qué no dejamos a un lado la política y nos subimos en las alas del halcón para visitar diversas ciudades del mundo?
Esta es la primera de las postales que deseo compartir con ustedes para hacer honor a una persona muy especial, sin cuyo amor y visión no habría sido posible descubrir, vivir y disfrutar la aventura de mi existencia




Mi papá tenía la deliciosa costumbre de regalarme libros, incluso antes de que aprendiera a leer.
Gracias a esos libros pude desarrollar el espíritu aventurero y disfrutar, años después, la realización de muchos sueños de infancia.
En uno de esos libros "Las cien maravillas" atisbé los comportamientos de la corte en Versalles y las peripecias de los constructores del palacio real.

Y cuando años más tarde me sumergí en las lecturas sobre la Revolución Francesa teniendo como vértice del placer literario el magnífico libro María Antonieta, de Stephan Sweig, se formó en mí la fantasía de llegar a los cotos de caza de Luis XIV, a la recámara de la reina francesa, a las habitaciones de los delfines, al Petit Trianon, al Grand Trianon y a las fuentes y parterres de tan magnífica expresión de la arquitectura.
Por eso es que cuando subí las escaleras principales de uno de los pabellones palaciegos, con la ayuda de la guía auditiva, experimenté el placer de imaginar de una manera "más palpable" el grito de "Salvad a la Reina" que dio uno de los guards de corps esa noche aciaga de 1789 cuando las turbas irrumpían en los "sacrosantos" aposentos reales para demostrar que el poder popular era superior al "designio divino" de las monarquías.


El mismo cosquilleo me invadió al observar la puertecita por la que María Antonieta salió en medio de esa noche a buscar a sus hijitos para escapar.
Y la opulencia del exquisito dormitorio del patético Luis XVI, heredero inmerecedor de la gloria de los reyes de Francia, me regresó a la memoria las páginas del libro que con tanta fruición devoraba en los años de la década perdida en El Salvador.
Esta vez el palacio estaba casi vacío. Apenas algunos visitantes han traspasado la puerta del patio empedrado, donde la imponente estatua de un rey borbón da la bienvenida.
El clima es benévolo, aunque ya comienzan a soplar los vientos del otoño.
Tras subir las escaleras y entrar a los dormitorios reales, la guía nos incita a degustar el salón de los Espejos, a elevar las miradas hacia las admirables pinturas en los techos y a pasearnos por donde, hace más de 200 años, sólo la gente privilegiada tenía el honor de pasear.
Las habitaciones de la Reina, los cuartos de los Delfines, los jardines cortados a la perfección y la fuente de las postales es siempre una delicia visual.
Pero más allá, en los jardines escondidos por altos setos es donde los sentidos tienen una buena oportunidad de disparar la imaginación.
Un litro de la excelente cerveza Leffe que riega el frugal sandwich de baguette, jamón y queso que venden en una pequeña tienda del lugar da la pauta para volver a soñar, como en la infancia.
Caminar por aquellos laberintos forestales, salir de ellos, divisar el lago artificial al lado izquierdo y pasear entre aquellos enormes árboles rumbo a los trianones es un placer complicado para describir.
Y en esta tarde versallesca, volver la vista para estrellarla en la magnífica fachada del palacio, suelta las alas de la imaginación.
Imaginar las escenas domingueras de la corte, las coqueterías de condesas y barones, las malas miradas entre sirvientas y queridas de los grandes señores; escuchar los cuchicheos de las jóvenes, en pleno hervor de crecimiento, las risitas libidinosas de las primas de alguna duquesa viuda, los suspiros de alguna pareja de enamorados o el relincho de los caballos cuando se acercaba el soberano.

Hay tiempo incluso para pensar en los dramas que se vivieron en estas locaciones, seguir avanzando y sentir la brisa en la cara, escuchar el ruido de las hojas que se pisan y ver el bamboleo de la pequeña barca, para, después de unos 300 metros, arribar a la construcción rosa marmórea del Grand Trianon.


Al entrar al palacete una atmósfera de historia envuelve al visitante. Hacia donde se mire uno se entusiasma, porque en cada metro cuadrado se nota la eficiencia del artista, el valor de su sensibilidad y la responsabilidad de la Francia moderna, que ha sabido conservar para la posteridad la muestra imborrable de un pasado glorioso, aunque esa construcción haya sido uno de los detonantes del giro histórico de la humanidad occidental.

Sin duda, Versalles es una maravilla, una de las cien maravillas del libro que con esfuerzo compró mi padre, para regalarme un sueño en medio de la violencia de la guerra.
Gracias a él y a su visionaria manía literaria es que se vuelve posible publicar esta postal. La primera de muchas.

No hay comentarios:

 

Enter your email address:

Delivered by FeedBurner