Ciro Granados, Periodista

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El Salvador

miércoles, 12 de noviembre de 2008

En los brazos del desierto (a ritmo de jazz)



Cada vez que aterrices y te persignes porque todo salió bien, no olvides elevar una plegaria por aquellos que en el desierto, sin visa pero con los sueños en alto, tratan de construir su futuro


La muchacha estaba cabizbaja. Tenía vergüenza e impotencia. Era de noche, pero las mortecinas luces de algo servían para ver la escena. La muchacha hablaba suavecito. El muchacho también. No lloraban, pero la tristeza se les notaba a pesar de la penumbra.
La muchacha sentía dolor. Acababan de violarla cinco hombres. Él no lloraba, las lágrimas se las había tragado mientras profanaban el cuerpo de su esposa. La muchacha era su esposa. Los dos habían sido rescatados de unos matorrales.
El sueño, partido; la conciencia también. Iban para Estados Unidos. Yo estaba haciendo un reportaje sobre los inmigrantes. Cuando conocí su historia sentí escalofríos. No tuve valor de entrevistarlos. Lo que supe fue porque uno de los policías me lo contó.
Los habían hallado en el monte, ella lloraba entonces. A su esposo lo habían mantenido a raya los cuatro secuaces, con machetes, mientras el quinto consumaba el delito. A cada embate se les hacía un callo en el espíritu.
Nunca volví a saber de ellos, tampoco de los que iban en el tren de polizones, ni de los que se tiraron en la madrugada cuando la mole de acero se detuvo; tampoco de los que compartieron conmigo un almuerzo en las aceras de aquel pueblito fronterizo.
Lo que sí sé es que los salvadoreños se siguen marchando para Estados Unidos. Nada nuevo. Nada sorprendente.
Lo triste es que el fruto de su esfuerzo se diluye en El Salvador.
Las remesas que llegan como palomas con ramas de olivo se transforman en serpientes constrictoras que entumecen al que se quedó, lo aíslan de la vida productiva, lo someten y vuelven un ingrato haragán.
Hace un tiempo varios funcionarios visitaron las fronteras donde pasan miles de hermanos salvadoreños rumbo a su american dream. Y cuando uno de ellos vio y se percató de los peligros expresó una frase que no olvido “Si los salvadoreños se dieran cuenta de eso, apreciarían más el dinero que les envían sus familiares”.
La paradoja es que esas remesas, que tanto ayudan a nuestra economía, se vuelven un enemigo de la productividad.
Es tiempo de sembrar conciencia en los mantenidos. Y enseñarles a pescar. Desde las instancias gubernamentales se pueden hacer campañas para que los haraganes inviertan el dinero, que lo hagan crecer para tener un mejor nivel de vida.
Resulta curioso, por ejemplo, que la zona oriental sea una de las que más se queja de la situación económica del país, pero es ahí donde más remesas llegan, tantas como los nicaragüenses y hondureños que suplen a los salvadoreños en labores agrícolas.
Los familiares de quienes con tantos esfuerzos se han marchado a buscar su sueño, ahora duermen la injusta siesta de la holgazanería.
En esta época de campaña proselitista bien harían los candidatos a la presidencia al promover iniciativas en este sentido.
Es muy probable que si a los dólares sudorosos que llegan se le aplica trabajo, la población dejará esa hipocondríaca percepción de que todo se va al carajo.
Dicen que Confucio decía que a los hijos hay que criarlos con un poco de hambre y un poco de frío.
Tal vez esa misma enseñanza podría aplicarse a los parásitos.
Tal vez así la gente no se quejaría tanto.
Tal vez así haríamos honor al cada vez más falso calificativo de trabajador que le empapelan al guanaco.
Y sin embargo hay intentos suaves. Muy suaves. Tan suaves como las palabras de la muchacha cuando le narraba su desgracia a los policías mexicanos. Tan tímidos como las miradas que, de vez en vez, lanzaba el esposo al periodista que tampoco se atrevía a entrevistarlos.

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