Ciro Granados, Periodista

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El Salvador

martes, 4 de noviembre de 2008

Supremo sentimiento

La sonrisa de los niños es la confirmación cotidiana de que Dios no se ha olvidado de la humanidad; es el arco iris que nos asegura la felicidad tras las tormentas


Recién acabo de darme cuenta que una pareja amiga ha decidido dar el trascendental paso de la adopción. Y he reaccionado con gran felicidad, primero porque sé que la llegada de un hijo los va a hacer felices, y segundo porque un niño tendrá la maravillosa oportunidad de tener un hogar.
Y al reflexionar sobre el tema he reafirmado una convicción: el salto de calidad espiritual que se alcanza cuando se adopta un niño es un paso importante hacia la evolución del alma.
Adoptar va más allá de llenar un vacío. Es algo más sagrado que el hecho de recuperar en una mujer o en un hombre el sentido de la maternidad o la paternidad.
Es la renuncia al ADN egoísta, a la herencia animal que proyecta la supremacía del gen propio.
No es la última instancia, es el primer recurso en el largo proceso hacia una nueva humanidad.
No debe ser el resultado de la resignación, sino la apertura a un nuevo concepto de amor.

Y ante la constante llegada de niños al mundo cuya única cuna es la misericordia del Estado, y cuyos únicos regazos están en las instituciones de beneficencia, es una obligación moral ofrecerles un hogar digno.
Y esta oferta debe partir, en primer lugar, de quienes por decisión divina no pueden procrear por gracia propia.
No obstante, es comprensible que muchas parejas dejen a los múltiples intentos la proyección de su paternidad, a sabiendas de que cientos de niños padecen el frío de la indiferencia tras los muros de las entidades gubernamentales o de iniciativas privadas. Es su sagrado derecho.
Sin embargo, desde las cúpulas estatales debe promoverse el sentido de la adopción en la misma frecuencia que la educación sexual.
Y esta promoción debe acompañarse con un marco legal que facilite la adopción, que brinde con presteza la posibilidad de ser y hacer feliz.
Todo con claridad, con honestidad y, naturalmente, con sentido común. Porque son conocidas muchas historias de parejas que desean darle un hogar a un huérfano o un abandonado y en la oficialidad encuentran el obstáculo, la tapia legal que les hace perder el tiempo y la esperanza.
La puerta debe abrirse, pero con responsabilidad. Para no hacer que estos niños caigan en las garras de familias egoístas, que han perdido el norte y cuya brújula solo apunta hacia el interés propio.

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