Ciro Granados, Periodista

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El Salvador

martes, 14 de octubre de 2008

Eficiencia y burocracia: agua y aceite

Los gobernantes deben entender que mientras los empleados públicos no trabajen como en una empresa privada, la sociedad siempre estará descontenta con el sistema. Y eso puede ser peligroso para el sistema democrático


En nuestro medio, el empleado público es sinónimo de holgazanería, de buenas prestaciones y de flojera para avanzar en su vida como ser humano.
Son comunes las estampas de los “lics” que se nos vienen a la mente: un tipo medio calvo, de lentes, edad media (en todo el sentido de la palabra), barriguita de bolito de viernes, corbata con prensador, camisa desgastada, zapatos con suela de goma, calcetines blancos y, naturalmente, el infaltable reloj.
Esos son nuestros servidores públicos. Los que ejecutan las acciones y programas que emanan desde las esferas de poder de los gobiernos.
Ellos son los que vuelven realidad lo que los altos jerarcas prometen y debido a sus actitudes y conductas es que mucha gente en El Salvador ya está desencantada con todo, todo, lo que huela a “stablishment”
Gran parte del rechazo que siente la sociedad se deriva de las formas y los tratos que los empleados públicos ofrecen.
Porque el aparataje estatal vive en otra época, se guía por otro concepto de tiempo y en su diccionario no existe la palabra “Eficiencia”.
Viven en una cultura productiva donde el crecimiento individual no es parte de las aspiraciones cotidianas.
En El Salvador, para decirlo en otras palabras, la maquinaria pública trabaja como en el más oscurantista modelo del comunismo. Nadie quiere llegar más allá.
Por ejemplo, no se notan mayores aspiraciones en los individuos. Tampoco un interés real de ayudar a los que llegan a sus instituciones. Son seres que se apagan profesionalmente, y hasta su conducta pareciera de autómata.
Podría ser que la raíz del mal esté en el sistema mismo, que lobotomiza a los individuos y los vuelve parte de un rebaño decadente.
¿Y por qué tienen que trabajar menos que en la empresa privada? ¿Por no “explotarlos”? ¿Para que no se cansen y provean un mejor servicio? ¿Por qué no aplicarles los mismos mecanismos de supervisión que en cualquier empresa exitosa? ¿Y si se les brinda una bonificación por metas alcanzadas? ¿Y si se les presiona para que trabajen más?¿Acaso es algo a lo que debemos resignarnos para siempre?
Los políticos y los técnicos en el gobierno deben entender que de los empleados públicos depende la eficacia con que se ejecuten los programas de gobierno.
De poco o nada sirven las toneladas de dinero que se invierte en campañas publicitarias gubernamentales si no se capacita y supervisa a los últimos en la línea de acción.
Y esta es una de las cosas de sentido común que pareciera no importarle a nuestros gobernantes. Los programas pueden ser buenos, pero si seguimos con esta clase de empleados públicos, el desaliento de la población será siempre alto. Y los costos... nos vemos en 2009.

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Hace algunos meses tuve una experiencia que bien puede servir de ejemplo: En mi declaración de renta había un número de cuenta equivocado por el cual no me habían regresado el depósito desde hacía dos o tres periodos fiscales.
Cuando traté de ver qué sucedía, pasé un infierno para averiguarlo por teléfono. Sistema saturado, a pesar de la algarabía publicitaria que habían montado. Cuando por fin logré hablar con alguien, el empleado me dijo que, en efecto, nada se podía hacer si no llenaba una nueva forma para que se corrigiera el problema.
Cuando lo hice, me dijeron que regresara a la semana siguiente.
Regresé en el periodo estipulado a eso de las 11.30 a.m.
Y sucedió lo siguiente: el guardia me entretuvo antes de entrar al parqueo, tratándome como si hubiera llegado a pedirle dinero regalado.
Luego, tuve que ir y pasar por una puerta de las Tres Torres donde otro guardia, igual de “amable”, me indicó dónde estaba el edificio al cual debía yo dirigirme.
Le hice caso. 11.40 de la mañana. A la entrada del edificio me detuvo otro guardia.
—¿Y para dónde va?.
—A retirar un cheque de la devolución de renta.
—Entonces pase a ese escritorio para que le digan dónde es.
Llegué al escritorio y la secretaria hablaba por teléfono. Hizo una mueca de descontento al notar mi presencia y, a regañadientes, me atendió.
Me dijo que la oficina en cuestión quedaba en la segunda planta. 11.50. Subí. Y a la entrada de la oficina, otro guardia:
—¿Qué se le ofrece?
—Vengo a retirar un cheque.
—Ah, no, ya se fueron.
—¿Cómo que ya se fueron, si no son las 12?
—No sé.
—Mire ¿y no hay alguien que me pueda ayudar?
—No sé. Tal vez el licenciado.
—¿Y quién es el licenciado?
—Ah, ese que está ahí.
Volví a ver y el susodicho licenciado, al notar mi presencia, se hizo el maje (así, con toda la palabra), se levantó de su escritorio y se dirigió a otra puerta.
Traté de salirle al paso y, como estaba yo más cerca de la puerta, no tuvo otro remedio que toparse conmigo.
—Buenas.
—¿Sí? (con una cara como que le hubiera llegado a pedir dinero regalado)
—Mire, me dicen que usted me puede ayudar con el trámite de un cheque.
—¿Y de qué es el cheque?
—De la renta.
Volvió a ver su reloj. Faltaban varios minutos para las 12.
—Ya es hora de irme a almorzar. Regrese a la una de la tarde.
—Pero si no son las 12 aún.
—Pero ya es mi hora de salir.
Se dio la vuelta y tuve que salir.
Cuando regresé. Lo mismo de los guardias, pero esta vez me tocó esperar. Cuando por fin llegué donde el licenciado, me vio con cara de robot. Tomó mis documentos y empezó a teclear en la computadora.
Después me dijo que esperara. Cuando me llamó me dijo: “Tiene que regresar otro día para que le demos el cheque”.
Exasperado, le dije que cómo era posible, que había llegado y no me habían atendido, y que además yo también trabajo.
No tuve opción. Llegué al día siguiente. Me dieron el cheque, me hicieron llenar otras formas hasta que por fin salí de aquella oficina.
Fui al banco que está dentro de las instalaciones. La chica tras el vidrio vio el cheque, me volvió a ver y sonrió.
—Muy bien señor, de a cómo los quiere.
—Como sea.
—Contó dos veces el dinero y me entregó los seis dólares. Sí, los seis dólares que, por honor, decidí retirar para no regalárselos a este sistema de mediocres.

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Cuando me dirigía hacia el parqueo me asaltó el siguiente pensamiento. “Ojalá y ganen los del FMLN”.
El diablillo del hombro derecho me hizo caer en otra reflexión: “¿Y crees que serían mejor los del FMLN?”.
Tuve que sucumbir ante la aplastante lógica: “Estos por lo menos no son resentidos sociales”, me dije para mis adentros, mientras otros licenciados se encaminaban hacia su almuerzo. Caminaban como robots.

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